Revista N°3. Marzo 2007
Por: Amalia Carrique
Cada vez que comienzan las clases y me adjudican una de las primeras aulas de la universidad, no puedo dejar de mirar esos retratos que “nos miran de frente, tal como lucharon”. Son fotos de carné, pixeladas por la ampliación, metaforizando de alguna manera, la fantasmatización a la que fueron sometidos. Les pregunto a mis alumnos lo que eso significa, el que estén allí presidiendo nuestras clases y la mayoría no lo sabe. Y me es muy difícil explicárselos, porque no encuentro las palabras adecuadas que contengan en sus letras, en cada una de ellas, todo el horror vivido. Cuando esto sucede, se recurre a las metáforas pues ellas pueden decir hasta lo indecible por su capacidad de no tener límites establecidos, de ampliar su campo de sentidos sin restricciones. Por eso vamos a hablar de la peste.
Con el primer comunicado de la Junta Militar algunos presentimos dolorosamente que se había desatado la peste. La peste tiene determinadas características, una de ellas es que cuando ingresa, callada y sigilosa, produce un cambio tan radical en nuestro entorno y en nosotros mismos que jamás nos reconoceremos como iguales. Las marcas quedan para siempre y tiñen tanto el pasado que suponemos estático y no lo es, como nuestro dinámico presente-futuro. Al igual que la mala hierba, nunca sabemos cómo, donde y por qué se originó; la única certidumbre son sus efectos devastadores. Uno de ellos es el miedo visceral que se expande y que nos hace desconfiar de todo y de todos: cómo mirar, qué decir, con quién hablar, cómo hacerlo, porque la peste no tiene lógica, no hay cómo detenerla, se cuela por los intersticios. La reacción es huir, pues lo ominoso puede golpearnos en el momento menos esperado y la única salvación es esconderse como animales, cerrando con candados y cerrojos la propia morada que se convierte en una cueva que no logrará detener la furia incontrolada y sinsentido. Palabras prohibidas, gestos prohibidos, libros prohibidos quemados en la hoguera o enterrados con lágrimas. Viajes sin valijas, sin destino ni retorno, corazones con culpa por elegir el exilio o por no haberlo elegido. Culpa por seguir vivos, por estudiar a pesar de todo, por trabajar a pesar de todo. Somos nosotros quienes nos torturamos en las inmediaciones de la muerte.
Otra de las consecuencias terribles de esta peste es que mata, y mata de tal manera que el cadáver, paradójicamente, no existe, creando una angustia ante ese vacío perturbador y desesperante. Simplemente “desaparecen” en el mar o a la orilla de cualquier camino y buscarlos implica correr riesgos, gastar toda la energía empleada en sobrevivir.
En un documental realizado por una joven española, se mostraba cómo después de finalizar la guerra civil, muchos pueblos literalmente “desaparecieron” porque eran del bando contrario a Franco. Por mucho tiempo, el silencio de lo que no se quiere saber porque no se soporta, impidió buscar dónde estaban. No hace mucho tiempo, un grupo de antropólogos, entre los que habían no pocos argentinos, comenzaron a descubrir fosas comunes a las orillas de los caminos, debajo de los caminos, en el campo labrado de campesinos inocentes, escondidos en cementerios sin nombre. Una de las frases de la joven directora del documental es que España caminaba sobre cadáveres y no lo sabían, o si algunos lo sabían habían preferido olvidarlo. Verán que la ley de la peste tiene una recurrencia oscura y fatal dondequiera que actúe.
Al comienzo decía que los cambios producidos en nuestro cuerpo no tenían vuelta. A la llegada de la democracia nos dimos cuenta de que esa cadena multiplicada de conductas enfermas reproducían y ampliaban el “modus operandi” dolorosamente internalizado, pero travestidas de “inocencia”. Todavía sentimos sobre nosotros el poder que las instituciones ejercen al echar a andar su maquinaria de “matar” simbólicamente al que se atreve a disentir. Si es cierto que nosotros creamos la realidad, según la perspectiva de la física cuántica, que somos máquinas que producen realidad, esto podría cambiar. Y sería deseable que sucediera para sentirnos del lado de la primavera y expulsar definitivamente a la peste de nuestras vidas.
Con el primer comunicado de la Junta Militar algunos presentimos dolorosamente que se había desatado la peste. La peste tiene determinadas características, una de ellas es que cuando ingresa, callada y sigilosa, produce un cambio tan radical en nuestro entorno y en nosotros mismos que jamás nos reconoceremos como iguales. Las marcas quedan para siempre y tiñen tanto el pasado que suponemos estático y no lo es, como nuestro dinámico presente-futuro. Al igual que la mala hierba, nunca sabemos cómo, donde y por qué se originó; la única certidumbre son sus efectos devastadores. Uno de ellos es el miedo visceral que se expande y que nos hace desconfiar de todo y de todos: cómo mirar, qué decir, con quién hablar, cómo hacerlo, porque la peste no tiene lógica, no hay cómo detenerla, se cuela por los intersticios. La reacción es huir, pues lo ominoso puede golpearnos en el momento menos esperado y la única salvación es esconderse como animales, cerrando con candados y cerrojos la propia morada que se convierte en una cueva que no logrará detener la furia incontrolada y sinsentido. Palabras prohibidas, gestos prohibidos, libros prohibidos quemados en la hoguera o enterrados con lágrimas. Viajes sin valijas, sin destino ni retorno, corazones con culpa por elegir el exilio o por no haberlo elegido. Culpa por seguir vivos, por estudiar a pesar de todo, por trabajar a pesar de todo. Somos nosotros quienes nos torturamos en las inmediaciones de la muerte.
Otra de las consecuencias terribles de esta peste es que mata, y mata de tal manera que el cadáver, paradójicamente, no existe, creando una angustia ante ese vacío perturbador y desesperante. Simplemente “desaparecen” en el mar o a la orilla de cualquier camino y buscarlos implica correr riesgos, gastar toda la energía empleada en sobrevivir.
En un documental realizado por una joven española, se mostraba cómo después de finalizar la guerra civil, muchos pueblos literalmente “desaparecieron” porque eran del bando contrario a Franco. Por mucho tiempo, el silencio de lo que no se quiere saber porque no se soporta, impidió buscar dónde estaban. No hace mucho tiempo, un grupo de antropólogos, entre los que habían no pocos argentinos, comenzaron a descubrir fosas comunes a las orillas de los caminos, debajo de los caminos, en el campo labrado de campesinos inocentes, escondidos en cementerios sin nombre. Una de las frases de la joven directora del documental es que España caminaba sobre cadáveres y no lo sabían, o si algunos lo sabían habían preferido olvidarlo. Verán que la ley de la peste tiene una recurrencia oscura y fatal dondequiera que actúe.
Al comienzo decía que los cambios producidos en nuestro cuerpo no tenían vuelta. A la llegada de la democracia nos dimos cuenta de que esa cadena multiplicada de conductas enfermas reproducían y ampliaban el “modus operandi” dolorosamente internalizado, pero travestidas de “inocencia”. Todavía sentimos sobre nosotros el poder que las instituciones ejercen al echar a andar su maquinaria de “matar” simbólicamente al que se atreve a disentir. Si es cierto que nosotros creamos la realidad, según la perspectiva de la física cuántica, que somos máquinas que producen realidad, esto podría cambiar. Y sería deseable que sucediera para sentirnos del lado de la primavera y expulsar definitivamente a la peste de nuestras vidas.
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