Revista N°8. Nov- Dic 2007
Por: Fernanda Ma. Álvarez Chamale
Más de uno, como yo sin duda, escriben para perder el rostro. No me pregunten quién soy, ni me pidan que permanezca invariable: es una moral de estado civil la que rige nuestra documentación. Que nos deje en paz cuando se trata de escribir.
Michel Foucault
Cuando Oveja Negra me pidió que escribiera acerca de mi experiencia docente en la Universidad o, mejor, acerca de mi experiencia con los estudiantes de la universidad, pensé que la tarea necesitaba ser delimitada por algún tema que, de alguna manera, abarcase la complejidad de aquella relación. Me refiero a la relación plural docente-alumno, alumno-docente, docente-institución-alumno, docente/alumno-institución, etc. (Evidentemente, la gramática del lenguaje no es un asunto menor en la formación de las ciencias humanas cuyo sustento es el discurso y los textos en los que aquél se materializa. Ciertamente cuando cambia la sintaxis cambia el significado, la interpretación cambia, cambia la ideología: el sujeto se transforma o, lo que es casi lo mismo, se expone a todos o a ninguno de sus rostros posibles.)
En este sentido considero necesario pensar aquella relación plural desde la perspectiva de las condiciones que la práctica de decir y, aún más, de decir por escrito en un ámbito académico, impone a los estudiantes ingresantes y también ya avanzados de las carreras de Humanidades. Son condiciones porque actúan como pre-requisitos para poder permanecer en el campo del conocimiento. Desde luego, el rol/función del docente en esa praxis escrituraria (en tanto producción de textos y producción de discurso) no puede soslayarse frente a las dificultades con las que en ese proceso de decir y de decirse se confrontan los estudiantes.
El acceso a discursos disciplinares completa o parcialmente nuevos y, por tanto, extraños en los que, necesariamente, los estudiantes deben participar como enunciadores para no quedar excluidos del sistema (el sistema discursivo y todos los sistemas que dependen de él) representa un verdadero problema individual e institucional en la formación de profesionales en ciencias sociales. Es un problema porque el discurso académico además de exigir el uso adecuado de un léxico especializado, plantea en general la condición de borramiento del sujeto en el proceso de decir: crea una ficción enunciativa de despersonalización.
Aquí no se objeta esta arquitectura discursiva (ello debiera discutirse en otro artículo), simplemente se la desnuda en su compleja realidad. Quiero sobre todo enfatizar el hecho de que un estudiante universitario para ser sujeto protagonista de este discurso social (a menos que no nos interese su protagonismo) necesita ponerse en las palabras de aquél discurso, es decir, debe avenirse a sus reglas y comprometerse con sus paradigmas. Es desde ese lugar casi enigmático cómo se generan y revelan (o rebelan) las nuevas ideas. Declarar continuamente aquél lugar patrimonio de la humanidad y no propiedad privada de los siempre bien hablados es una tarea que nos compromete a todos los que, por profesión y/o vocación, nos toca enseñar (dar señas) en las instituciones públicas.
Alienarse o desidentificarse en el discurso (velar el yo digo para reformular el decir del otro: para decirme en su decirse) es una tarea que requiere, entre otras cosas, una práctica: una práctica áulica de interacción y compromiso entre docentes y alumnos, alumnos y docentes. Pero ésta no es una práctica cualquiera si lo que en verdad nos interesa es no reproducir discursos, si es que buscamos que los nuevos enunciadores lo sean también de nuevos decires o de viejos, pero transformados. Aquella debe ser, fundamentalmente, una praxis objetivamente subjetiva y crítica.
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